Había una vez un hombre llamado Roberto quien vivía en una feria pequeña y antigua. La había recibido como herencia de su padre, quien había muerto. Este hombre había perdido todo lo que el hombre puede perder: su casa, sus padres, su esposa, su trabajo y su dinero. Había tenido una vida tan miserable que casi se había convertido en un monstruo. Lo único que le quedaba con vida eran sus hijos a quienes amaba más que nada en este mundo. Por esto, Roberto perdió su cabeza cuando descubrió que sus hijos estaban muy enfermos. Como no tenía dinero para llevar a los niños al hospital, empezó a leer sobre medicina y hasta hizo un laboratorio en la feria. Descubrió que la enfermedad de sus niños podía ser curada solo con la sangre de otros niños.
Dos gemelos de nueve años habían sido mandados por su madrastra para comprar comida desde otro punto de la ciudad. La señora era muy mala y quería deshacerse de los niños y que no encontrasen el camino a casa. Era una linda mañana de otoño y los niños estaban hablando alegremente mientras caminaban. Cuando habían caminado un rato, se perdieron.
—¿Recuerdas el camino a casa?— preguntó Lisa preocupada.
—No, pero estoy escuchando una música superlinda. ¿Podemos seguirlo y ver de dónde sale?—preguntó Oliver.
Después de un rato de caminar, llegaron a una feria pequeña y antigua.
—Bienvenidos a mi feria, ¿queréis que os muestre algunos sitios?—les preguntó Roberto.
—Estaría superguay, respondieron los gemelos.
Roberto les mostró varias atracciones y hasta les dejaba subir a una montaña rusa. Los niños estaban más alegres que nunca, pero cuando ya se empezó a atardecer, empezaron a preguntar si podrían irse a casa. Roberto les decía que no había prisa. De repente, de las sombras salieron dos niños. Eran enfermos y desnutridos.
—¡Hola, papá!—dijeron ellos.
—¡Saliros de aquí!—gritó Roberto.
Los gemelos se asustaron y se dieron cuenta de que todo no estaba bien. Roberto les cogió de las manos y se las llevó corriendo al laboratorio, porque se dio cuenta de que los niños sospechaban algo.
—¡Déjanos salir!—gritó Lisa.
Roberto cerró a Lisa y a Oliver en un armario mientras preparaba sus cosas en el laboratorio. Oliver consiguió abrir la puerta del armario y los dos empezaron a correr.
—¡No os vayáis! ¡Sois la única esperanza para que mis hijos puedan vivir! ¡Por favor volver, no os voy a hacer daño!—gritó Roberto.
Los gemelos escaparon, sin mirar. Se encontraron con una señora amable, quien les ofreció llevarles a casa. Cuando llegaron a la casa, contaron todo lo que les había pasado a su padre. Él como tenía un corazón muy grande, le daban pena los hijos de Roberto. Decidió pagar para que los niños pudieran ir al médico, pero a Roberto lo denunció. Los hijos de Roberto mejoraron en el hospital y luego se hicieron muy buenos amigos con Lisa y Oliver.
FIN
Cuento original: "La casita hecha de dulces".
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